Luna en la hierba: medio centenar de poemas japoneses, de Aurelio Asiain
por Miguel Gomes
En México la antigua tradición del libro misceláneo ha recuperado terreno perdido gracias, sobre todo, a escritores que Octavio Paz congregó en el proyecto editorial de Vuelta. Gabriel Zaid, Alejandro Rossi, Adolfo Castañón y Aurelio Asiain, entre otros, aunque de generaciones diferentes e idiosincrasias estéticas inconfundibles, han compartido la fascinación por un hábito literario prestigioso en la era modernista –títulos como Azul... y Lunario sentimental lo prueban– que casi desapareció del horizonte hispánico hasta los años sesenta, cuando Borges y Cortázar lo reactualizaron. En Caracteres de imprenta (1996), Asiain ofreció una miscelánea organizada con perfil ensayístico que incorporaba con naturalidad la semblanza, la entrevista y la traducción. No obstante que Luna en la hierba funciona como antología de poemas japoneses “elegidos, traducidos y comentados” por Asiain –según rezan la cubierta y la portada de Hiperión–, no debemos olvidar la familia a la que más exactamente pertenece, que es, a mi ver, la que acabo de describir.
En las obras de los mexicanos que he mencionado se observa una clave común: no tanto la diversidad de géneros o temas que abarca el volumen como el diálogo de lo diverso con una raíz ensayística. Dicha tendencia se comprende si prestamos atención a que, desde su nacimiento, el ensayo cultivó la heterogeneidad. Montaigne se refería a sus Essais como “cuerpos monstruosos compuestos de miembros distintos” y Bacon a sus Essays como “meditaciones dispersas”. El giro que le da Asiain a la miscelánea con Luna en la hierba es de una milagrosa indeterminación formal: pese a la operación de mercadeo editorial que quiere simplificarlo para el rápido consumo y pese a la tendencia ensayística de Caracteres de imprenta, el nuevo libro se las arregla para ser varias cosas a la vez sin que ninguna de ellas predomine. Estamos ante un florilegio de traducciones, pero, no menos, ante un conjunto de ensayos acerca de la lectura y traducción de poesía y ante una resurrección de los antiguos cancioneros.
Sobre lo que tiene de antología de poesía vertida al español, cabe indicar que el prologuista es consciente de que en ese territorio abundan los precipicios: “Las versiones imitan la forma japonesa, se apegan a la cantidad silábica del original [...] e intentan seguir el orden de las palabras y las imágenes de los originales. Son criterios desde luego discutibles” (p. 15). El verbo imitar nos da la primera pista: estas traducciones no pretenden reemplazar el texto matriz, porque serán siempre una escritura otra. Desde hace siglos se ha sugerido que dicha escritura está condenada a un rango inferior:
Some hold translations not unlike to be/ The wrong side of a Turkey tapestry (para curarme en salud me abstengo de traducir los versos de James Howell, que modulan, por cierto, un cliché tampoco evitado por Cervantes). No me parece que a eso pueda confinarse una “imitación”, la cual postula con valiente humildad su condición de sombra de una voz fugitiva. Nada ingenuo es Asiain; buena parte de sus comentarios se ocupan de la imposibilidad de transportar de una lengua a otra el vocabulario o los efectos de éste en el lector; a veces, ofrece incluso versiones “más literales” que, no por ello, resultan más satisfactorias para el intérprete, quien, tras optar por una de las variantes, advierte: “espero que haya quedado lo esencial” (p. 80). De esa manera, se desarticulan las expectativas de fusión con el origen; se renuncia a la autoridad tradicional de muchas traducciones que acumulan capital simbólico aprovechándose de la fe de un público realista y melancólicamente resignado a la ciudadanía de Babel. Asiain enfatiza la índole doble de su tarea: es un intermediario, como los traductores a los que aludo, pero también se revela como crítico, hermeneuta.
El latín interpretatio, recuérdese, significaba tanto la acción de explicar como la de traducir de un código verbal a otro: fuera del lenguaje, al fin y al cabo, nunca encontraremos sentido; sólo con palabras podemos aproximarnos a las palabras. En tal aporía que pone una y otra vez en evidencia, en tal laberinto, Asiain acepta perderse con júbilo. Al reflexionar sobre los esfuerzos que requiere la comprensión de un poema, sobre el fascinante riesgo de imitarlo en otro idioma, su iniciativa no establece una sensación de identidad entre el original y nosotros (equivaldría a mentirnos, a engañarnos). Lo recibido por quienes desconocen el japonés es una invitación a comulgar inteligentemente con la existencia de una distancia insalvable.
De allí parte el ensayismo de Luna en la hierba, cuya materia serían los avatares de la lectura de poesía, particularmente en el umbral de dos o más lenguas. Multitud de indicadores permiten percibir la lucidez con que Asiain delinea el sutil espacio de su ensayo, agazapado en la “edición”. Un “Aviso” precede al volumen, sentando, tal como el “Avis au lecteur” de Montaigne, bases conceptuales con un tono de intimidad intelectual. El intercambio epistolar con un amigo muy concreto, por ejemplo, se señala como génesis de los comentarios a las traducciones (p. 16), lo que hace fácil proyectar la amistad al público que ahora lee. Montaigniana, asimismo, es la lucha con los absolutos metafísicos o las ilusiones de objetividad del cientificismo moderno. Asiain lo recalca: “Los comentarios [...] quieren justificar mis decisiones, explican los criterios en que me he basado y los caprichos a los que he cedido, aclaran puntos oscuros y se distraen a veces en consideraciones laterales” (p. 16). La “distracción” como método, si hacemos memoria, es una constante de los Essais. De igual importancia es la peculiar coherencia del sujeto que no se limita a traducir o a hacer la exégesis de textos inalcanzables. Repárese en los “caprichos” que se anuncian; también en la entronización del gusto como quizá el más humano de los criterios a la hora de discutir un poema de Kiyohara no Fukayabu: “el original no dice a la letra que la noche no se haya cerrado; dice que aún está anocheciendo y se asoma el alba; pero me gusta la oposición entre la noche que no se cierra y las nubes que caen como un velo” (p. 54). El de Asiain es un personaje que, como el de los Essais, recrea una red de preferencias en el fondo intuitivas o irracionales; por si ello no bastara, su humor liquida toda pretensión de que el conocimiento provenga de una fuente abstracta, no individuada: “Niho no humi, en la primera línea [de un poema de Fujiwara no Ietaka], podría traducirse como Mar de los Somormujos: nombre poético del Lago Biwa en japonés, algo rasposo en español y menos evocador que el habitual. Dejo esos patitos a otros traductores” (p. 76).
El ensayo que puede descubrirse en esta antología se transforma en biografía mental del que escribe: téngase en cuenta el je suis moi-même la matière de mon livre con que Montaigne nos saludaba. El Asiain editor parece repetir el gesto. La descripción que en varias oportunidades hace de la tradición poética japonesa se asemeja a la que podría hacerse de su propia lírica. Su poemario República de viento (1990), que mereció el Premio Loewe a la Creación Joven, no ocultaba su adhesión a cierto barroco alejado de las exuberancias ornamentales de los epígonos de Lezama y cercano a un disciplinado ascetismo sediento de trascender las proliferaciones ilusorias para alcanzar una verdad desnuda, casi pura (“cosas elementales, que no vale la pena/ empeñarse en nombrar”). Para Asiain, ahora en su papel de editor o traductor, “a cambio de no extenderse más allá de las treinta y una sílabas, la poesía japonesa tuvo una suerte de crecimiento interior: [...] sometió su universo simbólico a una codificación extrema que no podía sino resolverse en un manierismo. [Su] complejidad formal y el enrarecimiento referencial hacen pensar en [el] barroco español” (pp. 13-14).
Luego de cruzar el puente que une la edición de poesía a una estética personal, llegamos al último de los libros que cohabita armónicamente en Luna en la hierba con los que ya he apuntado: el cancionero. La labor dispersa de los antiguos trovadores occitanos fue, para nuestra fortuna, compilada por individuos que, no contentos con la reproducción de las canciones, les añadieron vidas, relatos biográficos, y razós, interpretaciones de las piezas que intentan dar con los motivos personales o artísticos del trovador. Suma de creaciones: a las del poema japonés y la “imitación” castellana, Asiain agrega una página especular con un “comentario” hecho a veces de vida, a veces de razó y casi siempre lleno de felices cristalizaciones de su sensibilidad poética, donde hallamos fraseos eficaces, no ancilares, animados con el mismo rigor del poema y su traducción. Ante una composición de Ôtomo no Yakamochi la discusión sobre aliteraciones, por eso, puede recurrir a la aliteración y se carga de imágenes: “No hace falta saber japonés y ayuda el oído español para percibir el aleteo de las aliteraciones en la primera mitad del poema: un paisaje fonético en cuyo centro se despliegan las dos alas de harubi ni hibari (alondra en el día de primavera)” (p. 26).
Luna en la hierba depara una imprevista riqueza, en la que participan la curiosidad cultural y la límpida destreza literaria de un autor que dialoga con diversos poetas y diversas épocas, encarnando en la práctica del libro una experiencia de otredad. ~
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