Una noche en Iizaka
Esa noche nos hospedamos en Iizaka; allí nos bañamos en las aguas termales. La casa en donde nos dieron posada era miserable y su piso era de tierra. Como no había siquiera una lámpara, arreglé mis alforjas al resplandor del fuego del hogar y extendí sobre el suelo mi estera. Apenas cayó la noche se desató la tormenta y empezó a llover a cántaros. El agua se colaba por los agujeros del techo y me empapaba; además, las pulgas y los mosquitos me martirizaban sin que me dejasen cerrar los ojos. Entonces mi vieja enfermedad se despertó, volvió a atacarme y sufrí tales cólicos que creí morir. Pero las noches de esta época son cortas y poco a poco el cielo comenzó a aclararse. Partimos con la primera luz. No me sentía bien y el dolor no me dejaba. Alquilamos caballos y nos dirigimos hacia Koori. Con un viaje aún largo en perspectiva, mi estado me desasosegaba aunque el andar de peregrino por lugares perdidos, me decía, es como haber dejado ya el mundo y resignarse a su impermanecencia: si muero en el camino, será por voluntad del cielo. Estos pensamientos me dieron ánimos y zigzagueando de aquí para allá por las veredas dejamos atrás la Gran-Puerta-de-Madera de Dale.
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