jueves, 12 de marzo de 2009

TRAS LA POLVORA, MANUELA

Según cuenta Ricardo Palma en una de sus tradiciones, él conoció a Manuela Sáenz en el puerto de Paita en 1856, cuando ella era “una señora de abundantes carnes, ojos negros y animadísimos, en los que parecía reconcentrado el resto del fuego vital que aún la quedara” como “mujer superior acostumbrada al mando y a hacer imperar su voluntad”. Como es de suponer, Manuela le inspiró al tradicionista un respetuoso sentimiento de amistad, que no cambió en nada la otra imagen que él tenía de ella: “era una equivocación de la naturaleza, que en formas esculturalmente femeninas encarnó espíritu y aspiraciones varoniles. No sabía llorar, sino encolerizarse como los hombres de carácter duro”. “Leía a Tácito y a Plutarco; estudiaba la historia de la Península en el padre Mariana, y la de América en Solís y Garcilaso; era apasionada de Cervantes, y para ella no había poetas más allá de Cienfuegos, Quintana y Olmedo”.

Y es que tanto para la sociedad limeña como para los habitantes de Quito, que la vieron sobre “un potro color jaspeado, con montura de hombre, pistoleras al arzón y gualdrapa de marciales adornos”, sofocando un motín antibolivariano, el comportamiento de Manuela fue un escándalo, que a decir de la moral cristiana de la época, bien mereció el castigo divino que le fue impuesto: la negación de la maternidad.

A Manuela se la acusó de ejercer “principios insanos”, no por abandonar a su esposo para convertirse en la amante de Simón Bolívar, sino por intervenir en un ámbito vedado para las mujeres: la política.

Si bien en su primera estadía en Lima (1818 – 1822), esta librepensadora divulgó los ímpetus libertarios (por los cuales, junto a otras damas limeñas, recibió de San Martín la condecoración de la Orden del Sol), solo al conocer a Bolívar dio rienda suelta a su espíritu, constantemente contrapuesto al pensamiento del padre, español enemigo de los rebeldes, y a la frialdad de su esposo, médico inglés que le doblaba la edad.

Fue en Quito, el 16 de junio de 1822, cuando Manuela conoció a Bolívar, quien llegó a la ciudad después de la victoria conseguida en la batalla de Pichincha por el general que, meses después, fuera amigo incondicional de Manuela: Antonio José de Sucre. A partir de ese día, su vida dio un giro y la llevó a asumir el peso de la eternidad, al realizar tareas de espionaje e inteligencia, manejo y protección de los archivos oficiales, investigación y disolución de las conspiraciones contra Bolívar, difusión de las ideas libertarias, con pluma fina y gran erudición, así como también, a cabalgar junto a las tropas por las cordilleras de la sierra peruana, organizar un sistema de sanidad durante la avanzada y permanecer con el ejército, como teniente de húsares, hasta la batalla que proclamó la Independencia Americana en los campos de Ayacucho. “Se ha destacado particularmente Doña Manuela Sáenz por su valentía; incorporándose desde el primer momento a la división de Húsares y luego a la de Vencedores, organizando y proporcionando avituallamiento de las tropas, atendiendo a los soldados heridos, batiéndose a tiro limpio bajo los fuegos enemigos; rescatando a los heridos”, le escribió Sucre a Bolívar desde el frente de Batalla, el 10 de diciembre de 1824, solicitándole se le otorgue el grado de coronel del Ejército Colombiano.

Reconocimiento que no le sirvió de nada a la muerte del Libertador, pues el Gobierno Colombiano la desterró por conspiradora, condenándola a una soledad, tan profunda como su grandeza, en Jamaica y, más tarde, en el Perú, donde murió víctima de la difteria en 1856.

Al cumplirse este año el Bicentenario del Primer Grito de Independencia del Ecuador, ubicar a Manuela Sáenz como una de las mujeres más importantes del siglo XIX, cuya vida conmovió a Neruda y lo motivó a escribir el poema “La Insepulta de Paita”, incluido en el Canto General, reafirma el ascenso póstumo al grado de generala (2007), que le fuera otorgado por el presidente Correa y suscrito, a pesar del tiempo, por el propio Libertador: “Ella es también Libertadora, no por mi título, sino por su ya demostrada osadía y valor, sin que usted y otros puedan objetar tal. (...) De este raciocinio viene el respeto que se merece como mujer y como patriota”. Carta de Bolívar a Córdova. Bucaramanga, 7 de junio de 1828.

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